En busca de una ópera para nuestra era.


José Darío Innella, director escénico de ‘La traviata’, busca una ópera para nuestra era.

El director escénico de La traviata, en el Melico Salazar, habla de las posibilidades de la ópera.

Toma unos minutos, pero uno se acostumbra pronto al nuevo mundo que habita La traviata de la Compañía Lírica Nacional: su mundo es el nuestro, el del 2017.

Para José Darío Innella, traer al presente la ópera de Giuseppe Verdi, estrenada en 1853, no es mero capricho, sino una forma de expresar su pensamiento, como artista, en torno a una de las óperas más populares del mundo. En el Teatro Popular Melico Salazar, Violetta Valéry es una celebridad de hoy, su París es el París hiperconectado del presente. Innella busca traer al frente lo que todavía puede decirnos la obra: es nuestra también, no mera reliquia inmutable. Está muy viva.

El joven director escénico argentino ha viajado de sur a norte con gran éxito. En la Royal Opera House, Covent Garden, fue asistente de dirección de grandes montajes recientes como Der Rosenkavalier y The Rake’s Progress ; con tan prestigiosa compañía montó The Truth About Love – A Little Less Than Fate , de dramaturgia propia, basada en ciclos de canciones de Britten, Schumann y Ebel. En Europa y América lleva una cincuentena de montajes como director o asistente. Su objetivo: insuflar energía a la ópera, darles nuevos aires aún a clásicos.

“Si yo no tengo nada que decir sobre la obra, no puedo dirigirla”, dijo el día antes del estreno de la ópera en San José. “Hay obras que no me interesan porque no encuentro en la temática algo que me mueva o me conmueva, entonces hago lo posible por alejarme de ellas”.

“Hay otras obras, por el contrario, con las que no puedo dejar de decir cosas; La traviata es una de ellas, en la cual el tema me toca cerca, me reconozco en los personajes, en las historias, en las música, vibro en la misma frecuencia y tengo cosas que decir”, detalló Innella.


En su Traviata , que respeta la dramaturgia y la partitura, se enfatiza la posibilidad de releer una historia ya conocida. La cortesana del siglo XIX podría ser cualquier famosa-por-ser-famosa de hoy; hay dentro de su personaje (en una feroz interpretación de Elizabeth Caballero) una mujer acosada por la fama, presa de paparazis, seguramente atiborrada de corazones en Instagram. Innella busca formas de comunicarnos una aguda crítica a la sociedad contemporánea a través de ella.

“Para mí, el director escénico es un artista, no es un técnico. Su fin es comunicar; no vas a modificar lo que decís por el público, pero la idea es que el público te entienda”, afirma. “En la ópera se da mucho esta cuestión de museo, de repetición, repetición, repetición… vacía. A mí eso me aburre”.

“Independientemente del público, es más interesante para el director escénico decir algo que mover gente para arriba y para abajo y hacer cuadros bonitos. La gente, a medida que lo va viendo, va aceptando que no le quita nada, que es un recurso, que agrega en vez de quitar. Es saludable tener un balance: no todas las producciones pueden ser contemporáneas, no todas pueden ser modernas, no todas pueden ser expresionistas”.

–¿Cómo se acerca a una obra (en la que trabajará)?

– En general, porque a mí me gusta la ópera, es raro que me toque hacer una obra que no haya escuchado antes. Las hay, obviamente: hay 2.500 óperas que se han hecho en los últimos 400 años, pero las que se hacen, las 300 o 400 de repertorio, bien o mal, más o menos, ya las escuchaste, entonces tenés una idea de qué van. Mi acercamiento primero es la música, sentarme y escucharla, y luego agarrar el libreto, separar los dos hechos. Lo que pasa mucho es que la música te lleva y te olvidaste del libreto, y ahí es cuando el director escénico está en problemas porque es una obra de teatro y tiene que tener sentido lo que dicen. A partir de ahí, hay que tratar de encontrar qué está diciendo la obra, qué quiere decir el autor, qué pienso yo sobre lo que quiere decir el autor, si me interesa, si lo puedo usar, si lo puedo decir, si lo puedo contradecir de una forma efectiva.

”En Carmen , está planteado Don José casi como víctima, pero hoy lo leés y el tipo es un agresor y un asesino, es indefendible. Los tiempos han cambiado, uno no puede seguir leyendo las obras como se hacía hace 150 años porque la mentalidad de nuestra sociedad cambió”.

–¿Por qué siendo algo tan obvio eso, algo tan natural en otras artes, que uno no se puede acercar a una obra como se haría en 1850, en la ópera es un debate tan encendido?

–Pues la ópera es bastante particular en ese sentido porque la música no cambia, se mantiene igual, y el tronco más grande del repertorio que se interpreta es romanticismo. Atrapa a cierto público que viene por el romanticismo de la obra y hace oídos sordos o no está interesado, muchas veces, en el resto de lo que la ópera es. La ópera no es solamente bel canto, Verdi y Puccini; también es barroco, ópera contemporánea, nacionalistas rusos, checos, húngaros… Cuando la gente dice ‘a mí no me gusta la ópera’, yo digo: ‘Pará: ¿cuál de todas?’.

”La ópera engloba mucho más. Hay mucha gente que intenta hacer de la ópera lo que ellos creen que es y nada más. No aceptan nada más. Es una discusión que en teatro, incluso en cine, se dio hace 100 años y en ópera hace 20 o 30 . Al operómano le gusta saber lo que va a pasar, sobre todo desde las grabaciones de los 40 y 50 en adelante, que es cuando se congeló el repertorio. Al operómano le gusta saber que la soprano canta esto, dice esto, da tres pasos a la derecha, estira la mano, agarra la flor y se la da a él… ”

–Algo hipercodificado…

–¡Casi como un ballet! Al operómano le gusta eso y esta ola de “renovación” del repertorio le está rompiendo los esquemas, esa seguridad, esa sensación de confort que sentís de ver Lo que el viento se llevó, pero es como verlo y hacer oídos sordos del racismo de la película. Al operómano promedio (y no quiero ser injusto, yo soy operómano) no le gusta que lo saquen de la zona de confort; viene a entretenerse. ”Para mí hay una enorme diferencia entre entretenimiento y arte. Cuando vos estás haciendo teatro comercial tu fin es entretener porque hay gente que pone plata y necesita la plata de vuelta, necesitás absorber la mayor cantidad de público para tener éxito comercial. Eso es entretenimiento. Lo que nosotros hacemos, cuando el Estado pone plata, es porque entiende que no hay suficiente gente a la que le guste pero que es importante hacerlo. El Estado pone plata para que vos hagás arte, para que no tengás que depender de si el público viene o no, si le gusta o no. Es el tipo de espectáculos que empuja las artes para adelante porque si no, estaríamos haciendo todavía barroco, porque nadie hubiera hecho nunca un pasito más adelante.

”Eso lo podés hacer cuando tenés un respaldo de gente que se la juega con vos, que se la juega a decir, capaz que a la gente le gusta, capaz que no. Ese es el rol del estado dentro de la ópera y ese es el tipo de arte que va a hacer que la ópera siga avanzando. Y el operómano va a chillar, ¡qué sé yo! El operómano chillaba cuando dejaron de hacer la Grand Opéra, con Gluck cuando dejaron de hacer el barroco y se hizo Orfeo y Eurídice. En otras formas de arte el siglo XX fue el que rompió con la formalidad; en la ópera eso siguió. La ópera se pegó casi a lo cinematográfico en un punto: era una película en vivo. Además se desarrolló la técnica teatral para poder hacer eso, entonces era maravilloso, pero se agota. Con la aparición del video, ¡ya está! Lo vi una vez y, ¿cuántas veces lo puedo ver?”.

~Es un hecho estético impresionante pero ya concluido.

–Claro, ya está, es eso. La radiofonía complicó el destino de la ópera, en el sentido de que la hizo predecible, la gente va a escuchar eso y ya; cortó en gran medida la aparición de obras nuevas. Pero el video llegó a un punto en que agotó el naturalismo, y si vos querés sacar a la gente de su casa para que vaya a ver un espectáculo, no puede ser el mismo que puede ver en video cantado por Pavarotti y Domingo. Obligó a la ópera a volver a ser teatral, a deshacerse del código cinematográfico y a empezar a ser teatral; empezó a buscarlo en códigos de principios del siglo XX, en el expresionismo, en ese tipo de recursos. Ahora estamos buscando cómo releer la obra, cómo sostener la vigésima novena Traviata del año en todo el mundo, que se retransmite por HD en cines, que puedes ver en DVD… ¿Cómo traés a la gente al teatro? No podés darle sota, caballo y rey de nuevo. Aparte, ¿qué tenés vos para decir sobre la obra?

–¿Por qué estás interesado en ‘La traviata’?

–Para mí, La traviata habla del doble discurso de la sociedad. Es la sociedad que obliga como única salida a Violetta “prostituirse” (aunque nuestra Violetta no es una prostituta, es simplemente una ‘mediática’: es Kim Kardashian, Anna Nicole Smith, un escándalo, el tipo de gente que es famosa por ser famosa) y después la acusa, la condena por eso, la aparta de la sociedad porque “descubre” que es eso. El amor de Alfredo y demás es anecdótico; para mí, de lo que la obra habla es de la sociedad. Por eso hacemos énfasis en cada uno de los personajes del coro, cada uno es distinto.

–Cada uno podría leerse desde esa visión, cada uno podría tener su propia ópera.

–Totalmente. Y en el segundo acto, cuando se le da vuelta a la torta a Violetta, todos se comportan como masa. Todos van al celular y están todos tuiteando y retuiteando el escándalo de Violetta; para mí, eso es La traviata . Todo el romanticismo también está, pero eso es anecdótico, no es lo que atraviesa toda la obra.

”Ella es una víctima aunque ella no se sienta así; ella es el último tornillo de ajuste de un mecanismo perverso. Para mí contar eso es más interesante que ponerla con un miriñaque. Yo la he hecho en 1850 y la lectura es la misma, pero, en ese caso, en vez de celulares se ponen una máscara. Los recursos con los que quiero expresarlo varían, algunos en escenarios más contemporáneos.

”Para mí es más fácil hacerlo en el 2017 porque la gente entiende más el código, que si la hacés en 1850, porque en 1850 cuando se clavan la máscara decís: ‘Ay, mirá, qué lindo el disfraz’.

–No estás entendiendo lo que está pasando realmente.

–La realidad es que cuando vos abrís el telón y lo que ve la gente no es lo que espera, los sacás de su lugar de confort y los obligás a pensar, a tratar de entender qué hiciste y por qué lo hiciste, aún de forma de inconsciente, aún cuando la persona está molesta con lo que hiciste. Lo hacés de la otra manera y el público se queda como frente a un televisor, en estado “alfa”.


–No hay un diálogo, una interacción con la obra, con la psicología de los personajes…

–Exactamente. No hay un esfuerzo, es un espectador pasivo. La música es linda, ya sé; por eso la hacemos. La historia es preciosa, sí, por eso la hacemos. ¿Qué más? ¿Por qué venir al teatro a ver lo mismo, por qué no poner el DVD mientras estás planchando en tu casa? Si tenés la grabación con Gruberová, es una cantante siempre segura porque todos los días es igual. “Si venís acá tomás el riesgo. Nosotros tenemos la suerte de tener un elenco maravilloso, venís acá y tenés a Elizabeth Caballero que es una bestia escénica maravillosa, pero pudo no haber sido ella, pudo haber sido un horror. Tomás el riesgo porque lo que ves en el escenario no es el DVD de tu casa, es otro espectáculo que tiene la misma raíz, el mismo texto, la misma música, pero que dice algo distinto que te puede hacer reflexionar sobre algo distinto, ojalá. Todo esto que estoy diciendo es una intención: a veces sale, a veces no”.

–Ha trabajado en sitios muy distintos, algunos con tradiciones de ópera muy ancladas, públicos acostumbrados a ocurrencias y a triunfos, otros lugares que no… y es muy joven. ¿Cómo es para usted entrar en ese mundo tan cambiante, tan agitado?

–Dirigí la primera ópera a los 23 años, La italiana en Argel en el Teatro Margarita Xirgu en Buenos Aires. Nadie cobraba y yo de hecho pagaba por hacerlo; la producción era de un grupo de amigos, con el apoyo de toda la vida de mis padres. A esa edad tomás decisiones porque querés y no entendés el riesgo. A los 23 años dicen que sos el ‘chico malo de la ópera’ y, bueno, lo sos y ya está; luego, tenés el sello del ‘chico malo’ en la nuca y te abre algunas puertas y te cierra otras y nunca te lo propusiste.

”Para mí, siempre fue así de natural. Con los años vino la reflexión de principios, filosófica, por qué hacés las cosas así y cuál es tu misión como artista de decir algo. Pero inicialmente fue algo instintivo y la vida me fue llevando por teatros donde eso es más común, donde está más estandarizado que lo que se hace es la visión del director.

”Vengo de Bruselas de director adjunto de Aida para el director del Teatro Nacional de Grecia, Stathis Livathinos. Él viene con toda la carga de teatro griego y plantea una Aida muy, muy especial, prácticamente no había elementos de egipcios: un par de máscaras de chacal y de pájaros y pará de contar; todo lo demás era una pesadilla básicamente, surrealista, una piedra en el escenario y esa era toda la escenografía. Todavía era Aida , porque era la misma y completamente claro.

”Trabajar con una persona así me abrió muchísimo la cabeza, me hizo crecer muchísimo; fueron tres meses de trabajo intenso en Bruselas que no puedo cambiar por nada. No hay escuela que te enseñe lo que aprendés con gente así en ese nivel. Entonces uno está de cola de león y de cabeza de ratón, saltando de un lado a otro y, cuando me toca dirigir donde me dejan dirigir, tratando de traer lo que uno absorbe e intentando descubrir la propia voz cada vez más”.

FERNANDO CHAVES ESPINACH

fernando.chaves@nacion.com
Periodista de Entretenimiento y cultura . Coeditor del suplemento Viva de La Nación. 
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